8 ago 2007

LA BUENA FORTUNA DE LEER A GORAN PETROVIC


Durante los últimos años la literatura autoreferencial inundó el escenario en un intento, paralelo al cine, de transformarse en "la última literatura posible". En un escenario en el que ya no había nada que decir, se vuelve a decir los mismo, pero con ironía. Es el procedimiento clásico de la literatura posmoderna. Fuera de estos experimentos las últimas dos décadas han dado poco de sí en lo que respecta a nuevos magos de las letras. Hechiceros hemos visto bastantes, verdaderos magos muy pocos. Goran Petrovic es uno de ellos. Su novela LA MANO DE LA BUENA FORTUNA (Sexto Piso, 2006) es un prodigio difícil de describir, un libro dentro de otro libro que a su vez son mil libros pero que es uno solo, y que se ubica en la frontera exacta donde la auto referencia se vuelve parodia, ácida pero no bestial. Petrovic no se pretende vanguardia de nada ni viene a criticar a nadie, aunque su obra es una crítica feroz a la tendencia vacua de la literatura contemporánea sólo por el hecho de no ser vacua ella también.
La historia es muy simple. Un joven corrector de una revista de mala muerte recibe el encargo de "corregir", pero de un modo un tanto invasivo, una curiosa novela escrita por un serbio a principios del siglo XX llamado Anastas Branica, que tiene la curiosa particularidad de que en ella nunca pasa nada, sencillamente porque no hay personajes. Ese libro que Branica escribe en pleno furor del surrealismo es el mismo libro que se escribe cada día en los stands de nuestras actuales librerías, según parece. Pero las apariencias engañan. En el libro en cuestión no sucede nada porque en realidad se trata de la descripción minuciosa, con olores incluidos, de una casa de ensueños, una casa que el autor de la novela dedica a su más ferviente lectora, una mujer a la que sólo encuentra en los libros.
He aquí la primera gran ruptura de Goran Pétrovic que a su vez es un regreso a las fuentes del romanticismo más ancestral. La mujer no sólo es el hada inspiradora, sino que el artefacto de la novela se construye como si se tratara de una casa donde ella habrá de ir a habitar sólo cuando lea las páginas que el escritor prepara para ella. Anastas Branica se deja la vida y la fortuna, heredada de su padrastro, en tratar de reconstruir esa casa de ensueños. A tal punto llega su obsesión que termina pagando a algunos emigrados rusos del periódo zarista, a viejos aristócratas venidos a menos, y a quién tenga en realidad un recuerdo valedero, para que le cuenten con lujo de detalles las características de cierta determinada vajilla, de una lámpara especial, de una cortina destinada luego a formar parte de la casa. Es tan perfecta su reconstrucción de cada detalle que la novela, titulada "Mi Legado", atrapa incluso la atención de un burócrata comunista de la época de Tito que se dedica a pescar lectores infraganti de libros prohibidos.
Pero más allá de las innumerables lecturas meta literarias que se le pueden hacer a LA MANO DE LA BUENA FORTUNA, la novela en sí misma es una reivindicación a pecho abierto del romanticismo más visceral, ese que habla del Amor con mayúsculas, aunque se trate de un amor imposible, como la literatura misma, como los mismos libros. Porque los personajes de Petrovic viven fuera de la realidad, más allá del horizonte, cómo se lamenta sobre el final uno de los personajes. Cuando leen se vuelven impenetrables al poder de la historia. Natalia, la lectora por excelencia de la novela, que está enamorada sin consuelo de Anastas, aunque él escriba su novela para otra, cuando cree llegada la hora de leer prepara una mochila, con todo lo que le hace falta y le anuncia a su dama de compañía que va "a partir" por unos días. Se va a internar en un libro. Sin moverse de casa.
En su reciente libro, "El último lector", Ricardo Piglia señala que "hay siempre algo inquietante, a la vez extraño y familiar, en la imagen abstraída de alguien que lee, una misteriosa intensidad que la literatura ha fijado muchas veces. El sujeto se ha aislado, parece cortado de lo real". Ese "algo inquietante" es la base, la matriz, de la brillante novela de Goran Petrovic. Una de las más desafortunadas andanzas literarias del posmodernismo ha tratado de vaciar de contenido emocional al relato, volviéndolo una fría expresión cuasi numérica. Había que tomar distancia del sujeto y deslumbrar con una racionalidad casi gótica, llevando el discurso a su extremo auto referencial. El lector implícito en ese proyecto literario debía solazarse, gozar, con las piruetas intelectuales del autor, nunca con sus tripas. Las tripas pertenecían al mundo de la novela rosa de baja estofa, del policial más vulgar. O eran una lejana resonancia de la novela decimonónica, un elemento a esconder, a soslayar, a dejar de lado, como si se tratara de un síntoma de debilidad.
A Petrovic, por fortuna, nada de esto parece preocuparle demasiado, ya que ha decidido situarse en la frontera total. No sólo no descarta la auto referencia, sino que la lleva a límites difíciles de superar. Intentarlo sería como querer volver a deslumbrar en el cine con un buen western luego de "Los imperdonables" de Clint Eastwood.
Pero la operación no es sencilla. La obra de Petrovic funciona como una pieza de relojería en la que cada elemento guarda estrecha relación con su prójimo en medio de un "obra natural" en la que todos confluyen sin que nos demos cuenta muy bien cómo. Cuando la última página se cierra tenemos la sensación de haber sido colocados ante uno de esos espejos que fascinaban a Borges y hasta corremos el riesgo de quedar atrapados allí para la eternidad. Nosotros poblaremos de ahora en más las páginas de la novela, así como sus protagonistas "viven" en los libros que leen cada día. Y hasta es probable que nos encontremos alguien ahí, en el "mundo exterior", en la dura realidad a la que deberemos "renunciar" si queremos pertenecer al selecto club de los lectores perpetuos de obras perfectas. Si "La mano..." es perfecta, ahí estaremos leyéndola por toda la eternidad.
Sobre el final, la anciana Natalia comienza a olvidar las palabras y por lo tanto no puede subir a su dormitorio porque no recuerda cómo se llama el instrumento que se lo permite. "Escalera" le aclara entonces su dama de compañía (autentica revival a lo Tolstoi de una joven europea que sueña con aprender inglés). Sin el idioma ni siquiera podemos usar las cosas. Es más, si no fuera por él... ni siquiera podríamos crearlas. Ese es el mensaje que transmite esta extraña y fascinante novela, un verdadero hallazgo en el Mar Muerto de las letras contemporáneas.

1 comentario:

paulina dijo...

"la diferencia entre la vida y la literatura"